3. Telebasura y basura en la tele
Hasta finales de los 80 habíamos vivido con tan solo 2 canales, por lo menos en Madrid, en cuyo extrarradio tuve el ¿placer? de crecer. Después nos colocaron una tele autonómica llamada Telemadrid que, aunque ahora nos cueste creerlo, estaba de puta madre.
¿Alguien se puede imaginar una cadena de televisión publica en la que, cada día, a eso de las 7 de la tarde emitan un programa en el que se pueda ver el último vídeo de los Stone Roses, una extensa entrevista con Morrissey, o un concierto de los Pixies? Pues eso era Telemadrid entonces.
Luego pasó lo que todos sabemos, pero de eso hablaremos otro día.
En 1990 comenzaron sus emisiones en España las tres primeras cadenas de televisión privadas: Antena 3, Telecinco y Canal +. Del Canal + no voy a hablar porque, como todo el mundo sabe, era de pago, y el que tenía pasta para abonarlo estaba un peldaño por encima de los demás, nosotros la chusma (legendarias fueron aquellas noches de los viernes intentando ver el porno codificado achinando los ojos).
Con respecto a Telecinco y Antena 3, se podría presumir que la entrada de competencia en el mercado supondría un estímulo para las cadenas ya establecidas (la 1 y la 2 de Televisión Española y Telemadrid), y que este estímulo les obligaría a mejorar la calidad de su programación para no perder audiencia. Por supuesto, lo que ocurrió fue justo lo contrario. Las nuevas cadenas comenzaron a ofrecer mierda a paletadas, y la audiencia, atónita por aquel fenómeno jamás visto, recibió aquello con los brazos abiertos y los cerebros apagados. Comenzaron a proliferar, pues, todo tipo de programas que dejaron al “1-2-3” como algo solo digno de intelectuales, y “La Clave”, directamente como ciencia ficción.
Pero es que las televisiones privadas de los primeros 90, además de para reponer hasta la náusea episodios de Los Simpsons y El príncipe de Bel-Air, sirvieron también para gestar casi todos los formatos chuscos y sonrojantes que nos acompañan hoy a todas horas en nuestra pantalla. ¿Un ejemplo? Aquí van varios:
– Las Sitcoms a la española, con Farmacia de guardia o Médico de familia como pioneras en el género. La diferencia fundamental entre las sitcoms españolas y las norteamericanas es que las norteamericanas duran 30 minutos, y las españolas 90.
Esto provoca que, si ves una sitcom norteamericana y no te gusta demasiado, por lo menos es cortita y tampoco te aburres en exceso. Las sitcoms españolas, por el contrario, resultan insufriblemente largas, y sus tramas deben prolongarse innecesariamente para rellenar los agónicos minutos que debe durar este formato, tan español como soporífero. ¿Quién decidió que las sitcoms españolas debían durar 90 minutos? No lo sé, pero tengo claro que debió ser alguien que era muy mala persona. Seguro que es de ese tipo de gente que mete la Nocilla en la nevera para que se quede dura y no puedas pringarla con el dedo. Maldad en estado puro.
– Los programas de sucesos. Vale, de acuerdo, estos programas ya estaban inventados, e incluso tenían su antecedente en la prensa escrita (el periódico El Caso). De lo que sí tiene la culpa la década de los 90 es de la reinvención de los formatos, que, con pocos cambios, han sobrevivido hasta nuestros días:
- programas de sucesos truculentos y crímenes sin resolver (Código Uno, desde 1993 y presentado por… ¡Pérez Reverte!),
- magazines donde se tratan todo tipo de asuntos, pero con especial atención a los temas criminales, y siempre con sesgo alarmista (De Tú a Tú, desde 1990, presentado por Nieves Herrero, y donde, como quien no quiere la cosa, la retrasmisión en directo del hallazgo de los cuerpos de las niñas de Alcasser marcó la pauta a seguir por el programa, que ya no se apartó de esta línea),
- o programas donde, bajo una falsa apariencia de servicio público, las víctimas o afectados por un suceso cuentan sus miserias a la morbosa audiencia sin ningún problema (Quién Sabe Dónde, de 1992, programa presentado primero por Sáenz de Buruaga y, posteriormente, por Paco Lobatón).
Lo verdaderamente terrorífico de estos programas no eran los truculentos casos que presentaban, sino el despreocupamiento con el que las victimas narraban sus vicisitudes ante las cámaras en el interior de sus domicilios, humildes y faltos de gusto estético. Y es que el attrezzo con el que la gente que salía en estos programas decoraba sus domicilios, rozaba a veces lo paranormal.
Cuando una moqueante señora narraba, entre lágrimas, como su hijo había sido desollado vivo por una banda de boy-scouts pastilleros, resultaba mucho escalofriante el mandil con el que la señora recibía a la televisión, la mesa camilla con tapete de ganchillo, las fotos de la primera comunión de los sobrinos y el cuadro de los dos perros cazadores abalanzándose sobre un ciervo, que el relato de los hechos en sí.
Fue tanto el impacto que produjeron en mi este tipo de programas que empecé a huir de las peleas de forma sistemática y cobarde, no tanto por el miedo a que me hicieran daño, sino por el terror que me provocaba la perspectiva de resultar muerto en dicha pelea, que la televisión entrase en el domicilio de mis padres para realizar un reportaje sobre la noticia, y que toda España pudiera ver las cosas con las que mi madre tenía el ¿gusto? de adornar sus rincones.
– Los Late Shows, esos programas que empiezan a las 12 y pico y que terminan a las tantas (yo no me explico quién coño los ve, supongo que los jubilados, los parados, y los asesores de Ana Botella, que no tienen que madrugar).
El pionero fue Esta Noche Cruzamos el Mississippi, del hoy desacreditado Pepe Navarro, en 1995. Un par de años después surgió el programa que lo desbancó, y que terminó por desprestigiar del todo el formato: Crónicas Marcianas, con Javier Sardá, notable periodista radiofónico años atrás.
En este tipo de programas te podías encontrar casi cualquier cosa: desde una entrevista con un director de cine que estrenaba película, hasta una crónica de sucesos truculentos con extra de detalles escabrosos, pasando por un vídeo de una señora que solo bebía semen (es real, no me lo estoy inventando), o un reportaje sobre un señor de Torrejoncillo del Rey (provincia de Cuenca) que se había casado con un transexual adorador de Satán. Finalmente, estos programas derivaron hacia un concepto que nos avanzaba el siguiente formato televisivo que veremos a continuación: las tertulias del corazón a gritos.
-Las tertulias del corazón a gritos, donde la incultura y la chabacanería en vez de ser un hándicap, son un plus, y el ser capaz de vocear como un cantante de Jotas al que le están apretando los huevos con unas tenazas, el mejor argumento intelectual.
Este ignominioso formato fue avanzado por el antes mencionado Crónicas Marcianas, y finalmente matizado y conceptuado por Tómbola, en el año 1997. De este tipo de programas surgió un nuevo e incomprensible personaje, que no solo sobrevive en nuestros días, sino que tiene más relevancia que nunca: El famoso que es famoso porque sí.
En la antigüedad, alguien era famoso porque desempeñaba alguna actividad que le reportaba fama (cantante, torero, deportista, etc.). Sin embargo, aquí nos encontramos con uno de los más inexplicables conceptos de la historia de la humanidad: desde ese momento, los personajes que aparecen en los programas del corazón no han hecho nada relevante (como mucho, ver de lejos a alguien en una fiesta, y a veces ni eso). Simplemente son famosos porque sí, porque aparecen en el programa en cuestión.
Esto plantea una especie de endogamia televisiva, además de una paradoja digna de una novela de viajes en el tiempo: el famoso aparece en el programa porque es famoso, pero es famoso porque aparece en el programa. Desconcertante, ¿verdad? Solo añadiré al hilo de esto que a mi señora le llevó una tarde entera hacerme entender quién era Belén Esteban, y por qué era famosa, habida cuenta de que no había hecho ningún mérito para ello. Como mucho ir a echar un polvo y olvidarse de los condones, pero no creo que eso sea un mérito en sí mismo.
Aunque también puede resultar que, en realidad, sí lo sea, y que como yo nací en los 70 todo esto sea demasiado posmoderno para mí.
5 razones para odiar los 90:
1. Grunge, indie y aburrimiento.
2. Despojos de los 80.
Texto de…
Me llamo J. A. Olloqui, y crecí en Móstoles, al igual que otros grande escritores como Faulkner o Dostoyevski. Estudié lo suficiente para escribir sin faltas de ortografía. En la década de los 90 y del 2000 toqué con varios grupos y grabé un par de discos que espero por tu bien que no hayas tenido la desdicha de escuchar. En 2013 publiqué mi primera novela: ¡Malditos terrícolas! (Ilarión), pero como no me apetece leerla estoy esperando a que saquen la película. Amo el cine, la literatura, los cómics y la música, y por eso estoy siempre cabreado.
4 respuestas a “[Opinión] 5 Razones para odiar los 90: (3) Telebasura y basura en la tele”