Apariencia en los
tiempos del Lo-Fi
Si hubo una receta para alcanzar la modernidad dentro de nuestras fronteras hace tres años aproximadamente, pasaba –quizás– por vestir un jersey con cenefa de renos y organizar una sesión fotográfica en pleno monte. Chamizo cuco en las alturas que se hacía invisible ante el contraplano de una vetusta piscina, cuyo manto de hojas secas parecía albergar muy dentro de sí ciertas aspiraciones de libertad –lo que también se traduce como una buena casa en algún lugar de Guadarrama–. Pero en la Meseta, a lo sumo, puedes toparte con liebres y corzos, porque a pesar del frío esto no es Canadá o Alaska –donde no es extraño comerse la nariz de un rumiante con cuernos–.
«Hay veces que no es tan necesario conocer como entender. Lo importante es que nadie tire del ronzal, obviar las lecciones de modernidad»
Trasladar a nuestros rastrojos y montañas la concepción de los vastos campos de cultivo y frondosos bosques norteamericanos era tanto un ejercicio espiritual como de estilo. Todo proceso de tamañas características exige una recombinación de elementos, algo que siempre te puede llevar a confundir a Jack Sparrow con Devendra Banhart.
«para los ajenos es hipster tanto el mod, como el punk o el psychobilly, pero los heavies son heavies«
Y es que de las tonadas con aroma salino de Jack Johnson a los arreglos orquestales con ascendencia del este de Europa de Beirut había una ligera diferencia. Lo que quizás permanezca como una constante –seguro– es la necesidad de hacer música. Una pulsión que entienden mejor los que la producen frente a los que se sientan a paladearla en casa o en directo –argumento que no justifica sin condiciones la intención y gusto de los primeros–.
En España hacía falta poco para pasar de las selváticas barbas y los mocasines de ante a las camisas estampadas y los creepers –para los ajenos es hipster tanto el mod, como el punk o el psychobilly, pero los heavies son heavies–. Como siempre, el asombro de propios frente a extraños. La bilis del connaiseur en oposición a la fresca sensación del postureo –que no se adscribe por necesidad al neófito–.
Todo ello ligado por el discurso intelectual de alguna que otra frase peregrina en el tabloide musical de turno. Pero tampoco está claro dónde quedan los límites. Qué ha desaparecido del todo, qué se ha metamorfoseado. Lo que es necesario para añadir al folk un elemento psych; para que la música del campo se torne en garage urbanita.
«Todo proceso de tamañas características exige una recombinación de elementos, algo que siempre te puede llevar a confundir a Jack Sparrow con Devendra Banhart»
Es un hecho ostensible que cierta actitud lo-fi se ha apoderado actualmente de los sonidos procedentes de focos musicales habituales como Galicia o Madrid. Da igual si haces punk, psicodelia o combinas todo bajo el granado apelativo genérico de rythm and blues.
Sin entrar a valorar la calidad individual de las diferentes propuestas, en muchas de ellas se percibe de forma nítida un sonido turbio –quizá acorde a nuestros tiempos– que evidencia la inversión de los referentes en esta post-post-modernidad. Pues desde hace ya cierto tiempo una florida camisa no garantiza una suscripción al surf, ni los punks son los únicos abanderados de las Doc Martens.
Y si la subversión icónica está en la moda, deviene, por ende, en el dispositivo que dirige el apartado estético musical. Es posible que la distorsión de las guitarras no propicie el vuelo de sillas. El inocuo yé-yé tal vez esconda en su fachada un halo corrosivo de ironía.
«Todo esto no es más que una pequeña muestra de cierta cronología que anticipa una parte de la escena subterránea que colma las salas de Madrid. Pero no todo es ruido como marca de estilo»
Los modos, en lo concerniente al garage, se conocen desde los sesenta –si es que no otorgamos esos méritos a los rockers de la década anterior–. Escuchando quizás el No Escape de los Seeds se aprecia como a una canción sobre amorío –puede que ligado al consumo de ciertas sustancias– se le aplica una pátina de crudeza en sus cadencias y el sonido de las guitarras.
Al igual que los Sonics aportaron una nueva musculatura en riffs y secuencias de acordes –mucho antes de que el señor Jack White llevara al gran público su receta de blues espeso– al sonido de los cincuenta.
Con esta fórmula bajo el brazo no es de extrañar que algunos grupos de los ochenta pertenecientes a este tipo de subgéneros –The Chesterfield Kings, The Lyres, The Fuzztones, The Fleshtones o The Cynics entre otros– se quedaran con la copla y propusieran valores renovados para el bubblegum, el jangle o el soul.
Y pese a que los noventa estuvieron plagados de shoegaze, power pop y sonrisas perfectas, también conocieron una irrupción más del siempre influyente estado de Michigan con bandas como The Detroit Cobras –avalada por el poderío femenino en la voz– o The Gories –liderada por, el luego fundador de The Dirtbombs, Mick Collins–, cuya urgencia sirve para hilar con el recetario de alguna de las formaciones de la nueva ola capitalina –otra cosa es ya su trascendencia popular frente a productos diseñados para la década– .
Pero si hubo alguien que se adelantó a lo que sería el sonido posterior de la costa de California, probablemente, ese fue Anton Newcombe, extrayendo del noise que practicaba con The Brian Jonestown Massacre la impronta stoniana a través de Take It from the Man! (1996).
Luego vendrían The Oh Sees, Ty Segall o The Strange Boys –estos últimos de la también suculenta Austin en Texas– vaticinando un nuevo cambio de paradigma en la tendencia y clausurando cierta era folk en pro de una musicalidad cáustica. No podemos olvidar tampoco –en los albores del siglo XXI– la suculenta mixtura de guitarras y melodías vocales importadas de los sesenta de los de Greg Cartwright, –miembro original de The Oblivians–, Reigning Sound.
Por otro lado, el final de la década de los noventa trajo consigo lo mejor de la escena nórdica. Sublimando el clasicismo del rock and roll, pero también aportando latigazos punk con redondos como Barely Legal (The Hives, 1997) o Apocalypse Dudes (Turbonegro, 1998).
Todo esto no es más que una pequeña muestra –inevitablemente reduccionista– de cierta cronología que anticipa una parte de la escena subterránea que colma las salas de Madrid y otros lugares del territorio nacional. Pero no todo es ruido como marca de estilo. Desde Asturias, Los Guajes ponen la mirada en el beat hispánico de los sesenta; Peralta –banda de reciente formación pero integrada por veteranos músicos leoneses y asturianos– traslada al momento actual la limpieza en las guitarras a lo The Byrds, como ya ocurriese con los grupos del Paisley Underground; Penny Cocks hacen girar por Europa su punk vía The Jam o Sham 69, sin dejar de lado el corazón de la música negra.
Hay veces que no es tan necesario conocer como entender. Lo importante es que nadie tire del ronzal, obviar las lecciones de modernidad. Porque los sonidos se diluyen, las escenas pasan de moda, las palabras acaban sonando huecas y las bandas se olvidan. Pero no hay época sin latido ardiente.
Texto de…
Mi nombre es Álex Jiménez. Entre el cine y las historias que se acaban confundiendo con la realidad. Contemplando a los gañanes desde que nacen en la mata, pero sin militar en ninguna escena. Aunque todo ha visto mejores días toca encontrar la belleza en la época del culto a la copia. Para qué poner diálogos si me lo puedes contar en imágenes. Y que suene a rock and roll.
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