Dice el budismo que la vida es sufrimiento, y que este puede dividirse en tres niveles. El primero es el dolor físico. El segundo, el que nos producen los cambios. El tercero es el llamado “dolor del alma”, respuesta a nuestra incapacidad para conocernos a nosotros mismos.
Pertenezco, al igual que José María Buendía, Javier Gall y Alex Matía (protagonistas de esta crónica que tan filosófica me está quedando) a una generación en la que se nos ha negado el dolor. En la que el dolor físico ha sido erradicado en todo lo posible, a base de fármacos, valerianas, antidepresivos incluso. Una generación en la que el dolor por el cambio ha sido incorporado al placer, como parte del hedonismo implícito en intercambiar una pareja por otra, un destino por otro, una vida por otra, como si de distintos trajes se tratara, y como ya ejemplificó hasta la saciedad Bauman en su Amor líquido.
Pero, si algo ha sido incapaz de lograr esta generación, pese a todo el bombardeo de información al que nos someten los medios; pese a todas las bibliotecas, las carreras universitarias, los doctorados, los popes del conocimiento… es el dolor del alma. Ese dolor que te quema las entrañas al sentir que no comprendes por qué estás aquí. Por qué haces lo que haces. Por qué gastas tus días como si de balas se tratara buscando lo inalcanzable, la zanahoria que hace avanzar al burro, la fuente de la felicidad. A nosotros mismos.
Nos llaman la generación perdida. La generación más preparada de la historia de España, condenada a emigrar o a trabajar por una miseria. O ambas. La generación consentida y hedonista, que tuvo todo lo que quiso siempre que quiso, a la que se hizo creer que estaba destinada a grandes cosas. La generación desencantada.
Una generación a la que retrata José María Buendía en Delicrudeza, su último EP, con letras que buscan en el interior de una guitarra aquello, lo único, que se nos ha negado. La capacidad para resignarnos, conformarnos con nuestra incapacidad para conocernos. Una búsqueda íntima que, en los labios de José María Buendía, no resulta dolorosa, sino anestesiante, al hacer gala de esa intimidad personal que se vuelve colectiva a base de detalles, anécdotas, retazos de una vida en la que cualquiera de nosotros podría reconocerse.
Secuéstrame, el tema más optimista y “delicado” del disco. Buscando su hogar, un retrato en clave femenina que remite irremediablemente a la beat generation (tan cercana en circunstancias y actitudes a la nuestra). Me estoy acercando al final, hecha para jugar con ella en directo – como hizo aquella tarde Buendía en el Café de Ruíz. Cruzando alguna frontera, la nota más cruda de Delicrudeza. Los silencios cómodos, con ese aire tan Quique González y tantos lugares comunes en los que reconocerse. La maleta, de fuerza contenida en acordes pretendidamente alegres, que ponen el punto y final al EP. Aquellos fueron los temas que sonaron el pasado 29 de diciembre del reciente pasado año en el concierto acústico y desenchufado que José María Buendía nos otorgó como regalo de Navidad.
Junto a él, Javier Gall y Alex Matía, presentando ambos también sus respectivos trabajos. Javier Gall, 1986 con su inseparable ukelele. Alex Matía, Los defectos, a la guitarra. Javier Gall con la garganta jodida de la bronquitis y un colgante de ojo de gato para aquellos que creen en estas cosas. Alex Matía con un nuevo corte de pelo y un vozarrón que había veces que se tragaba al susurrante Buendía. Pero todo para bien. Con palmas, y cover de Rafa Toro y de Quique González incluidas.
El último concierto del 2014 fue una de esas ocasiones que te provocan llegar a casa “con el alma calentita” y un poquito más de conocimiento sobre nosotros mismos. Al menos, ese poquito que te permite ser más feliz al día siguiente, con el recuerdo.
Y gratis.
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