1. Grunge, indie y aburrimiento
Alguien que debía ser sabio (o por lo menos lo aparentaba), dijo una vez que el tiempo es circular. Razón no le faltaba al individuo. Pero más razón tenía el que formuló aquello de que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Y yo, que tuve la desgracia de malgastar los mejores años de mi juventud (cuando estaba en la flor de la vida y era apuesto de verdad), durante la década de los 90, me pregunto: ¿en serio alguien quiere tropezar otra vez con ese enorme pedrusco que supusieron los 90?
Y es que cuando leo en un blog de tendencias que los 90 amenazan con volver, me echo a temblar. Amigo jovenzuelo que lees este artículo, hazme caso. Yo padecí los 90 en todo su esplendor, y puedo asegurar que fue una década horripilante, y que sus errores no merecen ser repetidos nunca más. ¿No me crees? Aquí tienes 5 razones para odiar los 90. ¿Solo 5, me dirá alguno, y con razón? Si, solo 5, y no porque no haya más (que las hay), sino porque seguro que los sufridos lectores de este ilustre blog tendrán algo mejor que hacer que entretenerse con un número infinito de razones por las que odiar esa ignominiosa década. Así que vamos a ello rapidito, que hay mucha plancha.
Aquí vamos con la primera de las razones… ¡grunge, indie y aburrimiento!
1- Grunge, indie y aburrimiento
Lo primero que nos llama la atención cuando echamos la vista atrás y revisamos los 90, es el mortal aburrimiento estético que nos invadió. De acuerdo, veníamos de los 80, una década repleta de hombreras, maquillajes inauditos, cardados imposibles y atuendos absurdos. Es lógico, había que hacer la digestión de tanto exceso. Pero, ¿verdaderamente era necesario volverse tan sumamente vulgar y prosaico? ¿Eran imprescindibles las camisas de cuadros, los jerséis y las camisetas de rayas y el pelo cortado a bocados? En cuestión de unos pocos años pasamos de los artistas que solo se subían al escenario si se habían disfrazado como habitantes de Raticulín, a que los músicos salieran a tocar mirándose los pies y pasando del público, vestidos con bermudas y con una camiseta del Telepizza. Y la gente, sorprendentemente, encantada del asunto.
Uno de los primeros estilos en despuntar en el albor de la década fue el grunge. En esta difusa etiqueta cabía todo, desde el pseudo-punk deprimente que hacían Nirvana, a la revisión del rock coñazo de sudor y punteos de los 70, por Soundgarden o Pearl Jam. Los propios postulados del grunge implicaban una postura anticomercial y contracultural, pero el movimiento fue rápidamente absorbido por el mercado. Así, los parques españoles pronto se llenaron de mancebos ataviados con camisas de cuadros compradas en la Planta Joven del Corte Ingles, tocando soporíferas canciones con su guitarra, mientras exhibían una bobalicona sonrisa porrera y ladeaban la cabeza al ritmo de la música, para que su lacia melenita cayera hacia un lado. Por lo menos hay que reconocerle a Kurt Cobain su coherencia al pegarse un tiro mientras, a su alrededor, el grunge se convertía en tendencia de las revistas de moda.
«Los grupos de esa época no fichaban por una multinacional simplemente porque no podían, porque aquella mierda que hacían no había quien la escuchara, más allá de su familia o sus colegas«
El otro puntal de la música de los 90 fue el Indie. Si en el grunge, como hemos visto antes, cabía todo, en el indie la cosa ya derivó en cachondeo monumental. Cualquier mierda infumable era catalogada inmediatamente como indie por fanzines o revistas como Rock de Lux (la biblia del indie en aquellos tiempos). Los sellos independientes aparecieron en los 80, cierto, pero en los 90 se multiplicaron, como si hubieran estado follando toda la noche como conejos y por la mañana hubieran nacido múltiples camadas de diminutos sellitos indies.
Los grupos argumentaban que preferían publicar en un sello indie pequeño, donde su producto se lanzara con mimo y cuidado exquisito, en un bonito 7 pulgadas color frambuesa ácida, en lugar de fichar por una multinacional, donde su disco fuera solo un producto de consumo y ellos uno más en la maquinaria. Falso de toda falsedad: los grupos de esa época no fichaban por una multinacional simplemente porque no podían, porque aquella mierda que hacían no había quien la escuchara, más allá de su familia o sus colegas (que eran los que también acababan yendo a sus conciertos). Si de verdad alguna multinacional se hubiera interesado por ellos, y les hubiera puesto sobre la mesa un contrato que les asegurara razonables beneficios, no me cabe ninguna duda de que todos hubieran aceptado, como les pasó a Los Planetas o a Dover.
Así el indie se convirtió en un cajón de sastre donde entraba todo lo que no quería nadie más:
- El shoegazing (una vez vi en directo a My Bloody Valentine, y me parecieron un horror. Un amigo dijo que quizá no era el recinto adecuado para escucharlos, y yo pensé que el único recinto adecuado para aquel grupo era la prisión de Guantánamo),
- El noise (como decía la protagonista de la película Juno: “Sonic Youth son una mierda, no son más que ruido”),
- el slowcore (Galaxy 500, más o menos como lo de antes, pero en coñazo),
- el trip hop (Soul hecho con secuenciadores, pero también en coñazo),
- el brit pop (convertido en una aberración conceptual, al catalogar en un mismo estilo a Blur y a Suede, por ejemplo),
- el big beat (Chemical Brothers o Prodigy, cuando por fin los indies pudieron bailar como cualquier bakalata gañán sin acomplejarse por ello),
- el neo punk (Pixies… vale, los Pixies grabaron el grueso de su obra en los 80, pero hasta bien entrados los 90 en España nadie los hizo ni puto caso, aunque si le preguntas a cualquiera que tenga más de 40 años te asegurará que él los seguía desde el principio. ¡No le creas! ¡Está mintiendo!).
Mención aparte merecen dos grupos que, con la perspectiva del tiempo, resulta increíble que tuvieran el éxito que tuvieron. El primero son los Cranberries. ¿De verdad fuimos capaces de tragarnos algo tan moñas e insufrible? Aún me cuesta creerlo. El segundo son Oasis. Podemos echar la tarde discutiendo sobre la calidad de las canciones de los hermanos Gallager, y cada cual tendrá una opinión al respecto. Lo que de verdad me llama la atención es que el grupo que más vendió en los 90 fuera una banda revival chungo de los 60. ¿En serio? ¡Si sus canciones eran fotocopias de las de los Beatles (o, si me apuras, incluso de Status Quo)! ¿Por qué no pasar de ellos y escuchar directamente los originales de los 60? Inexplicable, sin duda. Misterioso e insondable, también.
(Esto es real. Sucedió.)
¿Tuvimos en España indie y grunge? Por supuesto, aunque a nuestra manera, claro. Al contrario que la Movida de los 80, que fue un fenómeno que se dio en las grandes ciudades, el indie de los 90 emergió de los más recónditos lugares del agro español. El hijo del rico del pueblo (de Chotera del Obispo, pongamos por caso) se iba a Londres un verano a aprender inglés, y volvía sabiendo un poco más de inglés (muy poco, en realidad), un poco más toxicómano, y habiendo aprendido cuatro acordes de guitarra. Se juntaba con otros colegas de la comarca y se montaban un grupo, con el objeto de emular a las bandas que había visto en la capital británica, entre cuartillo y pollo.
«Yo me ponía un disco de Los Iluminados (por ejemplo), y pensaba: “Joder, este disco me parece horrible. Suena peor que Godzilla en el wáter. Pero en el Rock de Lux le han dado 4 estrellas de 5, así que algo debe tener. No es que sea malo, es que soy yo, que estoy tonto y no me entero”. Así que me lo volvía a poner»
Como lo que tocaban sonaba a culo, decidían que iban a hacer indie. Así, si alguien decía que aquello sonaba mal, podrían defenderse argumentando que no sonaba mal, es que es así a posta porque es indie, inculto. Y como tampoco tenían ni puta idea de escribir una letra, cantaban alguna chorrada en inglés con acento del terruño. Luego mandaban su maqueta a Disco Grande de Radio 3 (¡Ahhh, los tiempos heroicos de Julio Ruiz, el único periodista capaz de enhebrar 157 subordinadas dentro de una frase!), montaban ellos mismos un sello indie para grabar un single (ante la imposibilidad de colarle semejante horror a ninguna discográfica que tuviera algo de aprecio por su dinero), y a tirar por esos procelosos mundos de festivales independientes.
Esta podría ser, a grandes rasgos, la historia de la mayoría de grupos indies españoles: Canciones con mucho ruido para tapar lo malas que eran, e interpretadas en inglés para evitar que la gente entendiera las gilipolleces que estaban cantando. Incluso algunos tuvieron la osadía de no esconderlo: Penélope Trip directamente se inventaban las letras sobre la marcha. ¿Sabes cuándo no tienes ni idea de cómo es la letra de una canción, y empiezas a cantar “Wachu wachu ol raig…!”? Bueno, pues así es como cantaban sus canciones estos tíos. ¿Honradez brutal o cara dura como el hormigón? Decide por ti mismo.
A veces recuerdo estos grupos y pienso: “¿De verdad yo escuchaba esa mierda?” Por supuesto que la escuchaba. El Rock de Lux y Radio 3 me decían que aquello era la hostia, y como yo no quería quedar como el paleto del pueblo, pues me atiborraba. Yo me ponía un disco de Los Iluminados (por ejemplo), y pensaba: “Joder, este disco me parece horrible. Suena peor que Godzilla en el wáter. Pero en el Rock de Lux le han dado 4 estrellas de 5, así que algo debe tener. No es que sea malo, es que soy yo, que estoy tonto y no me entero”. Así que me lo volvía a poner. Y así hasta que me gustase. No me juzguéis, era joven e influenciable. Ya me lo contareis cuando pasen 20 años y os acordéis de Lana del Rey o de los Zombie Kids.
Lo único bueno que tuvo aquella movida es que apenas salió a la luz, y solo unos pocos idiotas nos enteramos de lo que pasaba. La mayoría de la gente andaba disfrutando de otras cosas, como morir en una cuneta de la A3 haciendo la ruta del Bakalao. ¿Significa esto que no hubo grupos indies españoles que disfrutaron del éxito masivo? Por supuesto que sí, aunque no solo dos grupos traspasaron el umbral de la independencia patria y llegaron al gran público.
Los primeros fueron Los Planetas. No quiero extenderme hablando mucho de ellos. Solo diré que me parecen el grupo más sobrevalorado de la historia de España, que J. es el tipo que peor canta del universo conocido (una vez sonaban en la radio, mi padre andaba cerca, y me preguntó si el que cantaba era el locutor de la emisora haciendo el tonto. Esto es cierto y no me lo estoy inventando, palabra), y que son unos copiones de la hostia (la mitad de sus canciones son plagios de otras. ¡Joder, si hasta su tema “Cumpleaños total” está calcado de la “Salve Rociera”!). El segundo grupo en trascender fue Dover. ¿Y qué decir de Dover? En realidad, no hay mucho que decir de Dover. Los argumentos vienen solos tras la escucha de alguno de sus discos. Si es que uno tiene cojones de escucharlos, claro.
«Según el último informe de la ONU, los asistentes a un festival veraniego en España están en peores condiciones que los desplazados a un campo de refugiados por el conflicto sirio. Menos mal que a los asistentes a estos festivales, en un altísimo porcentaje, les importa una mierda la música»
Finalmente, el indie hispano nos dejó, en las postrimerías de la década, otra mutación para olvidar: el tontipop. Los grupos de aquellos días volvieron sus ojos hacia el pop de los 80, y extrajeron de él lo peor que encontraron. Fue francamente desconcertante ver cómo, de pronto, el sonido Casiotone servía como fondo para letras que hablaban sobre enamorarse de la chica más guapa del insti o estrenar unas zapatillas nuevas de tres rayitas, y que, con su mejor sonrisa naif, interpretaban señores de más de 30 años. Menos mal que de grupos como Los Fresones Rebeldes, L-Kan, La Monja Enana o Criaturas Celestiales no queda ni el recuerdo.
Pero antes de eso, la nueva realidad independiente también planteó nuevas formas de negocio. ¿Cuántos Indies tenemos en Madrid? ¿1000 o 1500, a lo mejor? ¿2000 en Barcelona? ¿350 en Valencia? ¡Juntémoslos a todos en un festival independiente! Eso es más o menos lo que debieron de pensar los promotores de conciertos, y así debieron de nacer los festivales que, como una plaga bíblica, comenzaron a salpicar los rincones más pintorescos de nuestra geografía.
Sobre el papel no es una mala idea. Varios días de cachondeo, viendo a algunos grupos de los que te gustan, y por un precio asequible. No suena mal, ¿verdad? Claro que la realidad es otra. En primer lugar, los precios no son tan asequibles (pagas una pasta y luego resulta que, de todos los grupos que tocan, en realidad te gustan, con suerte 2 o 3. Echas cuentas y se te queda cara de gilipollas). Después está lo de los grupos, claro. La coherencia estética brilla por su ausencia en la gran mayoría de los casos (en un festival llegué a ver a Portishead y, a continuación a… ¡Richie Sambora! Por supuesto, no se dejó ningún éxito de Bon Jovi sin tocar, incluido Living on a Prayer. Insisto que no estoy de broma, esto ocurrió y puedo demostrarlo).
Por no hablar, claro, de los servicios que ofrece el festival (WC químicos en número claramente insuficiente y que al segundo día están atascados de detritus, duchas y dispensadores de agua que no funcionan, zonas de acampadas en solares que parecen asolados por una bomba atómica, cuando no son directamente arrasados por una riada, como pasó en Benicassim un año… Según el último informe de la ONU, los asistentes a un festival veraniego en España están en peores condiciones que los desplazados a un campo de refugiados por el conflicto sirio). Menos mal que a los asistentes a estos festivales, en un altísimo porcentaje, les importa una mierda la música. En realidad van a beber hasta perder el conocimiento, drogarse todo lo que puedan, e intentar pillar cacho (cosa que, por cierto, no van a conseguir). Así que, cuando vuelvan a su casa, no se acordaran de casi nada, para su fortuna.
Pero la década de los 90 tenía aun guardada una última broma pesada: el pop latino. Hasta los 80 la música latina había sido considerada algo para viejos, ese tipo de música ridícula que bailaba tu padre en las bodas con una copa en la mano y la corbata en la cabeza. Pero, a principio de los 90, y sin que nadie supiera muy bien por qué, comenzaron a colarse en las listas de ventas artistas latinos como Juan Luis Guerra que, con sus 4:40, tuvo un éxito sin precedentes en nuestro país. Y un par de años después, surgió una horda de cantantes latinos guaperas, que interpretaban, sin rubor alguno, grotescos y descerebrados llamamientos al despendole bajo la luz de la luna estival, al ayuntamiento carnal con fines recreativos, y a la lubricidad extrema. Por supuesto, me refiero a tipos como Ricky Martin, Chayanne, Enrique Iglesias o Elvis Crespo. Y de ahí podemos trazar una línea recta hasta el Reggaetón. De esos polvos vienen ahora estos lodos.
5 razones para odiar los 90:
2. Despojos de los 80.
3. Telebasura y basura en la tele.
Texto de…
Me llamo J. A. Olloqui, y crecí en Móstoles, al igual que otros grande escritores como Faulkner o Dostoyevski. Estudié lo suficiente para escribir sin faltas de ortografía. En la década de los 90 y del 2000 toqué con varios grupos y grabé un par de discos que espero por tu bien que no hayas tenido la desdicha de escuchar. En 2013 publiqué mi primera novela: ¡Malditos terrícolas! (Ilarión), pero como no me apetece leerla estoy esperando a que saquen la película. Amo el cine, la literatura, los cómics y la música, y por eso estoy siempre cabreado.
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